lunes, 14 de septiembre de 2009

De agendas y pesadillas

¿Venden pastillas para no soñar?
Joaquín Sabina


De la confusión, con la mala tinta de los despertares, Gumaro anota mentalmente “las pesadillas inducidas por el fármaco semejan un despertador atroz al que no se puede ignorar, como en una granja de AA o en el ejército”, enlazando enseguida la frase con un asterisco más deleble todavía para señalar la admisión de sólo suponer lo anterior. En cuanto pudo escribirlo en su laptop, improvisó el recuerdo falso de haberse propuesto dudar como método escritural, mas luego dudó sobre si eso no era darle la vuelta a los recuerdos verdaderos que lo enervaban —o eran las medicinas— en los despertares de las últimas dos semanas: los sueños. O pesadillas que son, al cabo, sueños, lo cual podría rebatirse nomás por esparcimiento, pero eso implicaba separar querubes de demonios y si de algo estaba seguro pese a su marasmo era de lo inaceptable, por fascia y naif, de esa diada. Una decisión. La duda como método no era para no postmodernólogos. Desechado, pues. En las granjas y los cuarteles los despertadores son perentorios e inexorables, aun si no se tiene evidencia personal. No seas payaso.
Revisó su agenda, recomendación de psiq como parte del tratamiento antidepresivo. “Working out” le abofeteó la cara; “filing” le abostezó los arrestos y “call mom”, de plano, le hizo recular avanzando hacia “fictioning”. Decidió que las anotaciones matutinas fueran comienzo de algo, pero, al hacerlo, la mente se le quedó tan en blanco que quebrantó el propósito de no tomar café negro. Encargó la página a un omnisciente agente de musas y dormitó parado mientras el elíxir goteaba. Se solicitan eurekas responsables. Queseso de Gumaro. Quemamáiz pa’l desayuno. Queseso de alburearse. Qué bendición el café.
El medicamento, luego de diez días, había garlopado la ansiedad e insufládole bríos provisionales. La idea de una reacción química provocada por el sol, acendrando el horror (que no miedo) de las pesadillas tantito luego del amanecer astral y obligándolo a pararse, asolearse y escribir aunque fueran pachequeces deshumidificadas, le provocó risa por la relación con su manía de ver conspiraciones en todos lados; luego se ensombreció al recordar que gran parte de ellas —previstas por ancestros, predecesores y coetáneos— habían sido comprobadas posteriormente en grados distintos, sí, pero en alta proporción. Ya veía en algunos años sus temores actuales (de los vetustos, ni hablar por ahora: la cita con el psiq era hasta dentro de nueve días) constatados por la grosería o realidad: “Tu mundo hecho mierda por una pandilla”. Le valía gorro: el chocho es algo más que coerción a asolearse. Extraño prever el miedo sin temer.
No me la voy a jalar. No ahora. No obstante la racionalización de que, al hacerlo, elimino por un par de horas la distracción y puedo, ahora sí, pasar a “terminar tesis” (en craso español). Pensó si mejor escribir sus sueños. No, no por ahora; ya deja la catarsis, que es otro modo de jalársela. Pero sintió en carne viva la perenne persecución, repujado recuerdo donde antes había olvido, la angustia por defender seres contrahechos y la tortura de enterarse de sus torturas: indignación, rabia y miedo de extremidades dormidas; un grito ahogado, House y Ulises en el mismo sueño de un nopal con depresión prolongada, según evidencia y diagnóstico, de manera respectiva. Lástima por él: sus sueños son más interesantes.
Antes del tratamiento le era fácil abandonarse al nihilismo. Ahora le carcomían más la indecisión y la prisa: si no me concentro en concluir lo importante, me alcanzará lo urgente; por otro lado, si el caos es inevitable, lo importante se vuelve baladí y lo inmediato, lo sensorial, el degenere se convierten en lo preciso. Imaginó una ciudad en llamas, con explosiones aquí y allá, cuadrillas anárquicas, cadáveres, niños y viejas llorando; un paisaje desolador que impide incluso volver a casa ante casi toda referencia derruida. Sin calosfrío lo visualizó, acto también revisitado gracias a las pastillas, antes de ellas verbo catacrético; sin sadismo tampoco (aunque se detuvo en la proyección de lo más álgido, de lo cual no soy capaz de culparlo). Recordó entonces el chiste del que le dieron valium, por error, en lugar de imodium, y sonrió por la semejanza de sentirse zurrado, pero bien tranquilo. Hasta los géneros menores tienen jiribillas posfechadas.
De mejor humor, abrió el archivo de lo importante, con la mente en lo urgente. Vacío de epitafios mentales, de evocaciones futuras, de esperanzas.
El gato se arrellanó en su regazo. Sí: Chambacú tiene razón.
Abrió varios documentos fechados años antes. Uno le sorprendió por no recordarlo en absoluto, a tal grado que, de no ser por sus manierismos, podría haber considerado ajeno: cayó en cuenta de que esa historia ahí supina (pues más que decidir, ha admitido que todo en él son confesiones, de un modo u otro) no la había contado nunca, a nadie. ¿Por qué? Por cursi, por radicalmente verdadera y ostensiblemente inverosímil: “por humana”, diría aquella; porque un relato no siempre es un cuento, le dijo una voz nasal que a últimas quiere darle órdenes.
La tarde se iba ya cuando terminó el borrador. Sólo tenía brandy y no están los tiempos para hacerle el feo. Sólo tenía Cohíba. Sólo tenía un par de horas antes de tomar otra píldora anaranjada.
En reagendar andaba (For us… según Eliot fue la coartada), cuando vislumbra otra historia: Gumaro es criogenizado con el fin de curarle un cáncer en cuanto sea posible; pasan los años, no tantos que fuera impensable haberlos vivido sin los tanates hechos paleta, no tan pocos para retomar la vida y dar entrevistas. Le informan que no hay cura, ni manera de volverlo a guardar. Pregunta con cuántas horas cuenta (con la esperanza de que fueran días) y le informan que un par, apenas. ¿Quiere comer algo? ¿Ir a algún lado? ¿Localizar a alguien? Quiere escribir; un brandy y un cigarro.
Esterilidad. Tentación de hacer cuentos circulares. Pasan seis horas; les cuenta que a él aún le tocó el tiempo del papel, de arrugar esas rebanadas de árbol por frustración, una y otra vez, hasta alcanzar el efecto de completitud en un texto, sólo para desdecirse de este años después. Lo dejan solo, como pidió, se diría absorto en paleologismos. Siente la muerte: culpa a todos de ella, menos a Chambacú.
Los técnicos apenas reaccionan, y eso porque ese fiambre al horno les cayó mejor que la mayor parte, sermoneantes. Hora de salir. 
Mañana ora sí le entro a la tesis. Ya estás viejo para posponer esos asuntos, se dijo alaciando su lacio, largo y precanoso cabello. Espero no soñar esta vez.

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