viernes, 1 de octubre de 2010

Poemas de Margarito Cuéllar


Leer de una antología personal, como esta de la que tomo los poemas (Árbol de lluvia. México: Conaculta-Instituto Cultural de Aguascalientes, 1994), permite observar lo que el poeta considera representativo de sí en sus distintos poemarios. En este contexto, resalta como hilo conductor de esta obra la intertextualidad, entendida como el diálogo con autores que se vuelven un influjo poemático; la mención en epígrafes de autores como Sabines, Pacheco, Paz, López Velarde, Cortázar y varios más son recurrentes, al grado de hacernos preguntar si no lo son de manera excesiva, pues aun en el entendido de transparentar la procedencia, el aliento y el diálogo, la “epigrafitis” connota asimismo el enarbolamiento en lábaros de autoridades para de él hacer cayado, además de que restringe la lectura a ese mismo diálogo con intertextos, sin hablar de que por momentos la influencia —a veces en forma parafrástica— es evidente y al transparentarla con una cita se soslaya la capacidad —o la posibilidad latente— del lector para descubrir la alusión intertextual. Cuéllar es un poeta conversacional y cotidiano —sobre todo en sus textos juveniles—, lo que también queda reivindicado en sus epígrafes y es una persistencia clara hacia los textos antologados de sus primeros poemarios.

En tanto que el orden de esta antología cronológico, podemos establecer una ruta de influencias, que conduce, hacia los últimos poemas, a versos más ambiciosos, yo diría que también más logrados, bajo una cita de Gilberto Owen, y en los que es posible observar las influencias referenciadas de textos anteriores de manera menos adyacente y más imbuidas en el fluir de la propia palabra del poeta. Son tales los que a continuación reproducimos.



Saga del inmigrante
Pero me romperé. Me he de romper, granada
en la que ya no caben los candentes espejos biselados,
y lo que fui de oculto y leal saldrá a los vientos...
Gilberto Owen.
LIBRO PRIMERO

1
Continúa el tren su marcha de acero inexorable/
te desconoce la ciudad, llama extranjera;
al norte está el verano y su andamiaje insomne
poblando el corazón del Valle de las Tejas
Los braseros encuentran la orilla del alcohol en el
     aciago canto de la noche.
La fogata refleja el rostro de la amada
invoca tu silbido: rufián en cuarentena;
humeante ogro que celebras tu presa con honores.

No ha llovido en San Luis, las mujeres se bañan en el
     ojo de agua
esperando el regreso de los hijos que calcinó el
     desierto.

          (“Qué temprano anochece.”)


2
          (“Qué temprano amanece.”)

Entre capullos de algodón el rocío duerme.

Un lago de cristal refleja el sol y la pizca comienza.
Dame fuerza, mi dios, para contar este naufragio.
De una tierra a otra el fuego me persigue
como se acosa al sentenciado del infierno.

Mañana será abril. “¿Nos llevarás al puerto?
coronan a la reina de la feria y hablará la jarana de don
     Licho.”

(“Aún no había escolleras. Las aguas desafiaban el color
     del petróleo.”)


3
          (“No se teñían de sangre las mascadas.”)

El baile de los peces, el salterio de los pájaros ¿en qué
     espejo se ocultan cuando arrasa el estío las hojas
     de la noche?

Nos tomamos una foto instantánea de un barco
     fantasma:
ilusión temporal, vil escenografía de mercaderes contra
     infantes.

Juntamos conchas, caracoles, dragones, hipocampos.
     (Había aguamalas al borde de la playa.)

Desarenas una estrella de mar y las tiras al aire:
¿brisa, ciclón?
Polvo blanco se hace en tu mano de estampa.
Ya nunca más el mar. Menos el fuego.


Imagen: Gilberto Owen, Julia Barella (tomada de esta página)
Nota: Sobre el autor.

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