domingo, 4 de julio de 2010

Descenso infrarrealista a La Castañeda



Como cuando niño, me abstraigo en diálogo con mis manos, esta vez para ignorar a un taxista entrado en años, bajito de estatura, con voz meliflua para el pasajero y atronante contra los demás. Sólo que, a diferencia de mi niñez, ahora en mi mano tengo un teléfono y escribo esto mismo, pero en tiempo real, sin que al hacerlo tenga más significado que un fugaz testimonio. Sin embargo, es preciso cerciorarse de que el cafre sabe lo que hace y le indico de nuevo mi destino. -Sí, bajamos acá, adelante.

Vengo de un pueblo de millones de habitantes, a las faldas del Cerro del Judío. Me siento aturdido por la falta de práctica en los largos andares urbanos, sobre todo cuando contrasto el nuevo paisaje de segundos pisos ensombrecido con el de esa misma vía rápida años atrás. Intuyo una pregunta acerca de la modificación estética que suponen los cambios urbanos, pero la interrumpo al notar que al fin el conductor se orilla y quiero ver cómo entrar, para subsecuentes ocasiones. Tras haber rebasado a un microbús, alcanzo a ver el letrero toponímico "La Castañeda", lo cual me produce, en el lapso de un alto, enormes impresiones.

El nombre se hizo famoso, pues ahí estuvo ubicado el manicomio porfirista (por cierto, para el caudillo significo una obra "centenaria", la cual sólo duraría alrededor de cuarenta años), antes hacienda pulquera (Ver). A mí me fue significativo, porque veo qué tan difícil se ha vuelto andar la ciudad en ciertas zonas donde el tráfico incesante las hacen propiedad de los automóviles, lo que es disuasivo para no andar distancias que en entornos más amigables serían seductoras.

En La Castañeda coexisten novísimas casas con vecindades construidas seguramente en los años cuarenta, en torno a los centros industriales que ya se expandían a las entonces periferias de la Ciudad de México. A la inducida percepción de historicidad que vivía, la memoria libresca me ofreció la clave de una emoción de gambusino: la coincidencia de que tanto para Jaime Reyes como para Mario Santiago Papasquiaro hayan vivido cerca de esa calle, sinécdoque de la vida capitalina, rota en su mayor parte en septiembre de 1985.

La primera pregunta que viene a la mente ahora es si se conocieron; ambos eran de edad equivalente, ambos ejercieron la poesía desde jóvenes. Si no fuera por la cercanía geográfica -que a veces, por lo mismo, llega a ser invisibilidad-, podría pensarse también que poetas en común los presentaron. Si Santiago Papasquiaro es el Ulises Lima de Los detectives salvajes, entonces fue un viajero también en el ambiente de la literatura mexicana durante esos años. Jaime Reyes, por su parte, conocía a Revueltas, a Castañón, más tarde a Monsiváis y a los Huerta, entre otros. Ambos habrán estado involucrados en el 68, sí, pero nada de esto es concluyente para asegurar que tuvieron algún tipo de contacto.

Aun si no se conocieran, pues en México nunca han escaseado los poetas y la urbe, ya desde entonces, era una fábrica de máscaras sin rostro, es inquietante pensar que su relación fuera más intrínsecamente literaria. A juzgar por lo que he leído de ellos, sus sendas poesías, tan distintas, coinciden en una intensa relación con la ciudad. Santiago Papasquiaro es un experimentador, de espíritu cercano a las vanguardias europeas y al Estridentismo; en cambio Reyes es perceptiblemente más latinoamericano: Vallejo, Neruda, Lezama Lima ocupan un lugar privilegiado entre sus influencias. Si Reyes obtuvo un reconocimiento temprano al ganar el Villaurrutia y hay un premio de poesía joven con su nombre, ahora es un lector relegado a círculos minoritarios; Santiago Papasquiaro, por su parte, siempre fue un marginal, aunque nunca dejó de escribir, y con el "boom" que supone un autor como Bolaño por sí mismo, ahora la obra de su amigo en vida se revalora.

No obstante sus diferencias, resulta interesante que se lea actualmente a Jaime Reyes como infrarrealista (Ver Fernández, "Chocanito" en Iberletras), eso hermanaría a ambos poetas "castañedianos" en el espíritu de ese manifiesto que supone, Los detectives salvajes, para lo cual, por supuesto, es intrascendente el que se hayan conocido, menos aun que hubieran compartido ideales estéticos, pues el "real-visceralismo" es más descubrimiento de un espíritu poético que la enunciación de un dogma: descriptivo, en forma de presagio, más que un manual prescriptivo; el él podrían caber formas de infrarrealismo como el neo-barroco de Jaime Reyes.

El alto al fin terminó, así como la reflexión sobre un punto geográfico sedimentado de historia, de historias, que en mi mente es la bisagra entre los festejos bicentenarios, la poesía mexicana de la segunda mitad del XX. Comenzó a llover cuando llegué a mi destino, lo que propició que el taxista intercalara denuestos contra la creación, con parabienes para mí, su ya ex pasajero. De aquel trayecto quedaron estas palabras.

Pd. Luego de varios meses de haber escrito este texto, de indagar sobre ambos poetas en diversas fuentes, me encuentro en esta página, el testimonio de Raúl Silva, quien recrea el contacto entre Reyes y Santiago.



 
Foto: “La transformación de los locos en artistas y gimnastas”, Excelsior, 27 de julio de 1932. Pie de foto: 1. Ejercicios gimnásticos por los asilados de la Castañeda (Nótese en el centro uno de los enfermos que, en vez de obedecer la voz del profesor, se puso a jugar con su sombra). 2. Niñas y mujeres en otra clase de gimnasia. 3. El orfeón de la casa de los locos. 4. Un guitarrista que hizo las delicias de los visitantes, entonando canciones vernáculas. Tomado de este blog

 

 

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