jueves, 23 de septiembre de 2010

Poemas de Jaime García Terrés



Conocí a este autor (México, 1924-1996) por su polémico estudio Poesía y alquimia: los tres reinos de Gilberto Owen (1980), donde propone una lectura de "Sindbad el varado" sustentada en los símbolos herméticos y bajo una clave alquímica, propuesta que si bien aporta grandes hallazgos sobre algunos versos y pasajes, adolece precisamente de intentar una interpretación unitaria de una poesía, como la del poeta sinaloense, refractaria a ser reducida a una lectura canónica, como lo han comprobado quienes han escrito sobre el autor de Perseo vencido.


Lo anterior viene a cuento para contextualizar la impresión que me ha producido leer algunos de los poemas de García Terrés, en los que, más allá del gusto o el disfrute, me resalta el aire de familia de sus letras con mis propias obsesiones y recursos, aun dentro de evidentes diferencias. Me gusta pensar que esta percepción tiene gran parte de sustento en la mutua devoción (aire de secta) hacia Gilberto Owen. Sea.


Reproduzco, pues, los poemas; todos tomados de Las manchas del sol 1956-1987 (Madrid: Alianza Tres, 1988).


Génesis
Carne el poema,
          carne
con espuelas de sangre dolorosa,
con entrañas y límites; con nervios.

Carne, luciente vida. Viva lumbre
arrancada de cuajo al seno de las horas.
Entre nubes y música, despierta;
violentamente labra sus ojos y su olfato,
sus labios invasores
y el azul laberinto de sus venas;
encuentra cielos; escudriña ocasos,
heridas, sombras, mares;

adivina el vaivén de las montañas
y la luz de los astros.
Sufre todas las cosas, las envuelve,
las destruye un momento:
y todo lo comparte, devorándolo
después de consumarse en un febril
movimiento cautivo.

Ya se le ve forjado
por la caliente lluvia de latidos.
Acaso joven; ebrio
como el agua que fluye en la cascada.
O quizá abandonado en el umbral
de una parda canción envejecida.
Pero siempre al acecho:
dueño de fieles armas que prodigan
vigilias a sus párpados.

Carne, el poema. Carne.
Manantial encarnado al duro golpe
de un corazón de luz,
ardiendo en un camino sin descansos.


Este era un rey
Y nuestra vida sigue siendo
un poco de vapor, como decía
Santiago.
Vuelan aparte los jardines
de pluma generosa. La moneda
más noble desvanece
los bordes que se fraguan.
Parte la luz. Y sólo queda
un poco de vapor en nuestras manos.

El rey ha muerto:
          que lo sepan todos.
Grandes y pequeños lloren
sobre su manto.
Al alba se fijaron los edictos.
Y ya los labios del cortejo
murmuran sin descanso la oración
suntuaria.

(Muros de olvido. Se llevaron
el rápido calor de su aposento.
Ya no suenan los días en caracolas.
Un lecho inmóvil ciega la ventana.
Se llevaron --con grave diligencia--
la forma de su rostro, las sílabas
tranquilas de su nombre.
Borraron las pisadas
y secaron las fuentes.)

Guarde también el pueblo desazón.
Campanas.
Hogueras funerales.
El rey ha muerto.

Y que diga la voz de todas las aldeas
cómo la noche se miró en sus ojos;
cómo fue escalando montañas de sombra,
mientras velaban la terraza
vanos centinelas;

          cómo
la vida es vaho,
ligera nube que humedece
la palma de la mano, y luego
nada.


*
>>Aquí reposa, caminante,
mi duda quejumbrosa.
               Mis verdades
reducidas a polvo
acrecientan el polvo que levantas.<<


Nota 1: Un fragmento de Guillermo Sheridan sobre la polémica de la lectura de García Terrés sobre Owen, en este enlace.


Nota 2: Sobre el autor.


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