domingo, 13 de septiembre de 2009

Poemas de Wislawa Symborska (II)

Nueva entrega de mi traducción amateur a la obra de la poeta polaca (Kórnik, 1923- ), premio Nobel de Literatura, 1996. (Ver primera entrega).




Estación de trenes

En tiempo y forma ocurrió 
mi no llegada a Ciudad N.
 
En la carta que no envié 
te di cuenta de mi arribo.
 
Ni a tal hora ni en persona 
habrías de aguardar por mí.
 
Olas de gente expelió 
el tren en el andén tres.
 
Mi ausencia en la muchedumbre 
fue otra prisa a la salida.
 
A mi asiento otras mujeres 
presurosas se allegaron.
 
Alguien fue hacia una de ellas, 
para mí un desconocido 
que ella reconoció al instante.
 
Con labios que no los nuestros 
se besaron; se extravió 
un bolso que no era mío.
 
La prueba de su existencia 
objetiva, en colores de aire, 
pasó la estación de N.
 
Todo y sus partes en orden: 
los individuos se cuelan 
al carro correspondiente.
 
Así pasó nuestro encuentro, 
tal y como está escrito.
 
Tras los límites
de nuestra presencia.
 
En el edén del si hubiera, 
el subjuntivo perdido.
 
En otro, 
otro lugar; 
como estas palabras, mínimo.

Dictamen para un poema no escrito

En los primeros versos, la autora, 
denota la pequeñez de la tierra, 
y la grandeza del cielo, donde, 
cito: “Hay demasiado astro para que algo bueno sea.”
 
En su descripción celeste, advierto tanta minusvalía
como si la autora divagara por tal terror expansible, 
perpleja sobremanera de que no haya vida en ni una estrella; 
su ideología —a la que llamo, con benevolencia, vaga— 
desemboca en la pregunta: 
si en cada uno de los soles y bajo ellos, 
(los que brillen, brillarán o hayan brillado) 
nadie existe, estamos solos.

¡Contra la ley de las probabilidades 
y las tesis en que todos concordamos! 
Habrá de hacerse polvo la evidencia irrecusable, 
un día de estos, en las manos de los hombres: 
tal es tu concepción de la Poesía.
 
Más adelante, la vatesa vuelve a Tierra, 
(su planeta) de quien piensa “rota y trasla sin testigos”, 
y que esto, para nuestro cosmos, 
es "la única ciencia ficción posible”, 
y que no hay Casiopea ni Andrómeda comparable 
a la angustia de Pascal (1623-1662, la nota es mía).
 
De tan solos, la existencia exacerba las responsabilidades; 
e inevitablemente inquiere “Cómo habremos de vivir…”, blablablá, 
“si evadimos el vacío”. 
Y “Dios mío —pone en boca de los hombres
implorando ante sí mismos—: ten piedad de mí, 
te ruego; muéstrame tu camino…”.

Nuestra autora se angustia ante la idea 
de la vida sin cesar dilapidada, 
como si fuera un recurso renovable. 
Ah, también le consternan las guerras 
—que ambos bandos pierden siempre, 
según su opinión aviesa— 
y la “autoritortura” (sic) del hombre por el hombre. 
Su intención moralizante, 
digna de una pluma con menor ingenuidad, 
se transluce por cada uno de sus versos.

Por fortuna, ya lo peorcito ha pasado. 
Pero su premisa insostenible 
—que al final estamos solos bajo el sol 
(los que brillen, brillarán o hayan brillado)— 
y ese estilo hirsuto (entre altiva oratoria y desenfado coloquial), 
nos obliga a preguntarle: ¿A quién quiere convencer? 
A Nadie, sería su única respuesta 
Quod erat demonstrandum.


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