* "¿No ves?", decía A llorando frente a un sol que alardeaba su rojo como un fumador su aro de humo. "Sí, claro que veo. Sólo espero que se vuelva recuerdo para llorar como tú".
* Hace unos días, un sol en la cara de un viejo que parecía ya apagada. "¡Ya veo de nuevo!". Con sólo un día que le quedara...
*
Si proteína igual a pólvora en infiernitos, mejor la técnica del carbohidrato y estallar en ciclos tartamudos, pero nombrando los derrumbes como quien apoda al pasar a los trenes.
Esta anotación tiene dos vertientes: la de la memoria anárquica, aquello que nos llega sin el menor sentido aparente, pero emerge de pronto sorprendiéndonos por el desorden que, se evidencia con ello, prevalece en la azotea llamada mente; algunas veces pueden ser recuerdos muy lejanos, incluso algunos de ellos dudosos al ser recordados (buena ilustración de ello en el capítulo 9 de El hombre sin atributos, t.II, "Agathe, cuando no puede hablar con Ulrich"). Otros, más cercanos, más identificables, pero con la característica de revelar de un modo modestamente epifánico algún detalle que en su momento pasó de noche.
La otra vertiente tiene que ver con la construcción de lo que llamamos nuestra historia que, como la Historia o la ficción, se conforma de elementos reales y otros imaginarios, irremediablemente; sin ella na' somos. Mi abuela me lo enseñó antes que Paul Ricoeur, un día -hace un par de años- cuando me mostraba una foto donde, afuera de la fábrica textil La Esperanza, de la colonia Anáhuac, donde trabajara más de treinta años (mi abuela, no el hermeneuta), posaban para el lente los más de ochenta obreros de aquel entonces. Tras contarme algunas anécdotas de quien pudo acordarse rompió en llanto, me pidió disculpas por lo que llamó su necedad y argumentó: "Es que me da miedo perder la memoria".
Ella misma (llamémosle Soledad), en mi infancia, cuando me obligó a leer íntegra la Biblia, tres capítulos por día, me confesó que su obsesión por la lectura venía de la época posrevolucionaria, cuando su vida era si no infeliz, sí árida, y salía a caminar las calles en busca de periódicos viejos para leer durante algunos minutos, horas si corría con suerte.
Esa es la segunda vertiente.
Sobre la primera, bajo motivo de este textejo, es haber retraídome la loca (mi mente, a quien antes llamé azotea y me es lícito llamarle, como está en desuso, maceta) una salsa que versa "¿Y para qué leer un periódico de ayer?", interpretada por Héctor Lavoe, si no me traiciona la tatema (que cuando anda de zorra le gusta que le digan psique), quien sin duda tiene mejores melodías (como se les llamaba en tiempos del OTI).
Bah.
Habiendo dicho lo anterior, preparo anforita de aluminio, raitidina, newman Wilson, Tres tristes tigres, casaca albiverde y gorra roja para irme a ver el Diablos-Monclova (o Monclova-Diablos, como técnicamente debe decirse).
Invito a visitar este rico espacio de arte contemporáneo. Adjunto foto de un cine entrañable, ahora desaparecido (De la serie Retratos Ocultos, de Lorena Moreno), que vi en ese blog colectivo.
Una vez más, me veo obligado a separar la paja de la viga, el trigo del opio, la cruda de su cruda, las Sodomas de las Cafarnaúm, las piernas de alguien que no existe...
Una vez más, textos viejos en odres nuevos.
Peces de cordillera I Los ladridos me arrojan a una vigilia de agua al cuello. Porque mi voz comprende calla; nazca entre intersticios la palabra. El silencio aceche esta certeza de haber amanecido. En trincheras fauce a fauce la inanición prolongaremos. Una soga al cuello basta, una hora de encierro, basta un beso del acero y que un profano incurie en un mal tono el nombre de tu pueblo. Ya se va, el andante, estás a salvo. Pero es sierra muy extensa el pensamiento y habrá entre sus poblados quien te conspire alacranes en el baúl descerrojado de la noche. Son su nombre tanta larva. Niégalo. Apedrean de ladridos la luna; ya aprenderemos quiromancia tras el cerco, ya perderemos el aliento, ya vendrá una inundación a terminar con todos. II Brotan setos de los ojos cuando al sol que las carcoma se abre el pecho de los charcos y amniótico tirita y sólo cuando un vientre abrieron de salida son visibles, y la sangre de su cárcel vuelta ríos huye de la libertad de ser laguna y en cascada horizontal se precipita: El dolor que causa —dicen— en caricia se transforma si fermenta al serenarse y en ayunas se consume. III Tanta crónica de rancias cacerías, de exacción de minerales, de babeles levantadas de entre el polvo, queda apenas la floresta en terregales derramada. Catead templos y mercados hasta hallar al ciego aquel —quiébrenlo a palos— que llevara al lazarillo a la barranca por no haberle proveído ultrasentidos
Levantisca de guijarros cada muro. Ya no importa en qué días ande la luna: la grey pule obsidiana en obsesiva parafilia y cualquiera sea el menguante nuestro coraje se deshoja, como un reloj mendiga algo de muerte, se deshiela el silo de ámbar con el aire del vencido cuyos puños sólo se abren un segundo, como explicando el verbo “despertar” con un ejemplo y para ahorcar algo del aire que al tacto se hace arenga. IV No debo alimentarles más: algunas mañanas hay un olor de perros que —dicen— llevé a perder a las afueras; habrá sido, porque tras un tiempo siempre vuelven por mi casa, esté ésta donde esté, con su ballesta audible hasta los huesos a la madriguera de mis gritos hendida, cercenados de voz, no de palabras. Voy por fiambres de heliotropos para que aúllen salmos menos acerbos. V ¿Has despertado alguna vez con un milagro recién muerto en la cabecera de tu cama?; ¿qué has hecho con el cadáver?; ¿llamas a alguna de las islas próximas para enterrarlo en el mal aliento de un “buenos días”?, ¿el olvido limpia tu casa martes y jueves y él se encarga? Digo que se deben disectar para ver en sus pulmones cúpulas altísimas como el tiempo de un niño cuando espera. VI Mi carne desea en secreto no morirse mientras teje. Miedosa hilandera, se hilvana alma a las sienes; pero no siempre se está para poemas orgánicos: a veces hay que meterse el alma por el culo. Las tres palabras que digas son periscopio de lo que ya no emergerá jamás. VII Tienes prisa. De un libro escalas a otro como de la luz a la oscuridad del cine, exilio de silencio —ay, tan breve— que precede a la primera nota discordante. Es tu pulso un sismógrafo de cafeína que avista en tu espalda escorpiones de hielo: no conocerás al dialogante que se sienta hijo de la hija que nunca has de engendrar. VIII ¿Qué deben de otras órbitas, calles abajo del tiempo, lebreles palpitantes por oler el miedo supurando de la mano lamestible de un condenado? ¿A quién fallaste, dios doméstico, para hallar tu ruina en el regazo que creías omnipotente? Aladas larvas, miniaturistas de sombras, mal antorcha hallaron para su aquelarre de dos puestas de sol. Hijos de mal simiente, vivirán el patinar de una daga por sus cuellos. Y tú, la mía, hora de abrir —para nunca más cerrar— los párpados, pues estarás más sola que nadie en el momento del ultraje: si reencarno o resucito para tremolar en un blasón que conserve la cabeza más tiempo que mi tiempo sea. IX El desvelo es niño que esculpe vórtices en un cubo de agua; sus ojos ojivas de palomas desfiguradas. Al nombrarlo me nombra, y a veces, en traje de luces reta al toro azul de su locura; de hinojos frente al toril le indulta, bajo el abucheo de una plaza vacía. X Tuve que cerrar los ojos al sol que venía de adentro para hallar esa nueva oscuridad bóveda hinchada, y el silencio un poco brisa ya, no sólo aire tumefacto; a mi tiniebla le habían rasgado el cielo para dejar colarse a un cielo más negro todavía. Más tarde, el horizonte retrocedió para atrapar al pie de la barda un astro albino. Lo denuncié. Por eso me otorgaron una condecoración que era anatema en la aldea vecina; me arrojaban a la cara mariposas macho los serranos y barrían la hojarasca de párpados a tientas los de tierras bajas. En alguna besaban la mejilla del exangüe, en otra las veredas chanzaban en cantil al peregrino; tantas otras no tenían ni conciencia de su nada. Acepté el honor de representar a quienes callaron siempre, llevaré esa afrenta con la frente en alto. Y ya sin más decreto abiertas las esclusas: quiebro la botella preñada de barco y anilina en la nuca de este barco que, rogamos, vaya hasta el confín del mundo y raje a la mitad el horizonte. XI Ultima en arameo de reos el conjuro que nitide tus párpados más tenues y sean urnas tus ojos, o cavernas, y atesoren la Numancia trasvasada en carne o alma. Tu mirada —manantial— se ponga cóncava, una jara de sol desgarre el biombo de agua migratoria, y sobre ti —matriz en guerra— clave su clave, te haga laguna el tiempo, y para mí —feliz ahogado— la gracia de flotar en tu agonía y dejar nacer mi muerte sobre ti, sietemesina. XII Fíjate bien, del horizonte es treta dividir en dos, a la callada, a quien mira y a lo que es mirado. XIII Como legiones de rostros han profanado un espejo como flores deletéreas que se ofrecen a los astros y no hay calendarios a mano para cribar sus rastrojos y se anublen las pupilas de sudarios y ninguna instantánea que plastifique esos ojos así mi lengua asesina de lagos —patria insepulta— así tu mano —¿quién eras?— descarnándose en mi pelo es el paisaje que hablaba más verazmente en el filme era hidra unánime que escupía besos o latigazos Nada: Tinta de éter ni animal llama Fluir de gracia imposeída nuevamente denostada memoria que ya no es mía pare en su olvido deseo XIV Languidece el sol, equidistante de toda otra incandescencia. Su malhumor aurora este pétalo de tiempo: tantas elipses juntos cada uno por su lado, tantos silencios mutuos sin compartir mis naipes. Tráguense gorriones mis asombros.
Ahora el racionamiento de agua; no dejo de temer que pronto vengan los saqueos, los ajustes de cuentas, las dentelladas, hasta que el sueño de buen número de chateros anónimos y foristas que sueltan baba rabiosa a la que llama opinión vean o su sueño o su mayor temor cumplido y produzcan y se conviertan en fiambres. Y también los de buena voluntad, porque encarrerado el gato... Y mientras, los que viven de la partidocracia muertos de la risa. Ocupados en camisetas, campañas y mensajes vacíos.
Ahora pasemos a nuestra barra de ficción:
…y el miedo es una cosa tan grande como el odio. Eduardo Lizalde
I hold with those who favor fire Robert Frost
Sin más patria que el humor de un perro herido las quijadas mascan pétreas carcajadas y arrumacos, la inocencia —pese a todo— mancillada, dibuja ahora sinfines, imposibles y degüella las ovejas del insomnio una por una La patria de murmullos del acodado en la cantina, con la tez de quien descubre que su mano fue amputada y se transforma con embrujo de una flama viendo fijo en asesino
Me despertó el recuerdo de un matemático llamado Oliverio, hace algunos años muerto, amigo común a otras personas, en su momento tan cercanas, que hoy me cuesta trabajo aún comprender que estén más lejos que él, estando vivas.
Simpatizaba con su ateísmo (a veces tan transido de fanatismo que hacía desconfiar) en una tierra donde se erigían bustos por mantener una familia y se mascullaban gracias por sentirse cigoto de nuevo; le agradezco noches enteras de paciencia, me asombran aún sus puntadas como la de cocinar arroz con leche con clavo a falta de canela y la de vivir, en gran medida, de la solidaridad de sus amigos para pasarse la noche calculando eclipses y números primos bebiendo leche y panes convenientemente adquiridos cuando el sanborns los rebaja a la mitad.
Presencié su estrategia para no ser echado por el nuevo dueño del departamento cuyo cuarto de servicio él ocupaba; me consta que le decía a cualquiera lo poco que valía (lo que requiere de valor más que de sabiduría) so amenaza de que un sólo golpe descoyuntara sus flacas extremidades.
Dejamos no de frecuentarnos, pero sí de mantener una relación tersa, luego de una discusión que no recuerdo.
De larga barba blanca y cuerpo sin adarga, alguna vez -me cuentan- le ofrecieron ser modelo de Gandalf, cuando el filme tolquiano se aprestaba a arrasar taquilla y conversaciones; él, por supuesto, pensó que era cábula, sólo para darse de topes luego haciendo cuentas de las cajetillas de delicados sin filtro que hubiera comprado con tan poco esfuerzo.
De su garganta escéptica, a veces, salían certeros los versos lorquianos.
Recuerdo a Oliverio y cierro esta reflexión con un textejo mío, a otro de esos hombres que me hacen ver un poco mi futuro ficticio, que es el único que tiene uno asegurado.
I. Deja pasar al señor Don Cruz son siete letras como clavos que sellan la tumba del hombre que responde a ese nombre y en sus letras ha vivido clavado décadas antes de mis martilleos; porque han pasado tres de mirarlo asenderear los patios distintos –uno, aquél desaparecido de moho y piedra, el actual de ladrillos precozmente envejecidos–, y detenerse en la puerta, de brazos cruzados frente a la calle, sin que de sus ojos parezca enhebrarse el trajín que mira. La esquina, la cuadra, limitado a su andar en rectángulos como en un castillo circundado por mareas de lodo, sus brazos siempre, igual, en cruz.
Digo clavos, porque fue para mí un muerto insepulto toda la vida, desde una infancia en que él era no más que un obstáculo móvil a evadir con el balón, luego una pubertad a la que no le merecía esa figura el pudor de esconder lo fumado ni arredrarme al embate de quién era ella; sólo cuando los años hicieron sepia mi entorno, plagado de rayos apenas, hallé trazos y contrastes donde percibía amasijos sin forma antes, entendí que esa permanencia era un hombre, y a pesar de su senectud inalterable, antes de yo haberlo descubierto arrastró más vida de la que yo tengo ahora, y estuvo desde siempre más que yo observado por esa muerte a la que le negaron el derecho de enamorársele e ir tras ella.
Hace poco, don Cruz dejó el silencio para un murmullo de maldiciones, se hizo notar dejando al aire su piel y negándose a ocultar las heces. Saberse en el fondo un ser potencialmente de la misma especie que el resto de nosotros, quienes apenas lo mirábamos –niños, ladrones, señoras y canarios– le sería hasta ese momento un estado transitorio, quién sabe; quizá por eso hubo de protestar. Alguien me contó su prehistoria de memoria borrada a descargas eléctricas.
Don Cruz ya no sale ahora; mis últimas visiones de él son las de un fantasma de siempre que envejeció de pronto y a quien tuve que mirar treinta años para poder escribir –clavar– su nombre –Cruz– en un papel –sudario–, a quien hoy, cuando ya he cabalgado por acantilados, he oído sirenas y un alástor se encuna en mi regazo pidiendo leche y confidencias, le reconozco un poco en el mirar un horizonte donde extravió a una amada, ya sin rostro en la memoria, y ese andar del cruzado que olvida la palabra Jerusalén en su extravío lento a Tierra Santa.
* La llama en zozobra es sirena que por muda baila * Estero en reposo a oscuras el cuarto y un rostro crepita de instantánea vida en el cigarro: Ahí un ángel asoma su zalea de rata, la anciana que no fuiste, el gato que murió * Tras el monte y por tu entrepierna el rayo primero de la postrer mañana, bosque liminar de tu Delhi endeliriada * De la balastra, azul el aire; en el ojo de hotel la Luna suelta y tú absorta, ojicerrada, manos en los tobillos, como en ella surfeando, por su luz bella de asfixia
¿Qué cambia y qué permanece de sí? Para quienes escribimos, es una pregunta inevitable al releer textos que un yo transitorio escribiera en otros años (recuerdo algún ensayo de Monterroso acerca de los viejos subrayados). Nadie escribe para sí, siempre hay un destinatario, aun psicológico, más o menos abstracto: aun el pudoroso ha de releer(se?) y, entre tanto extrañamiento, re-conocer-se. Hoy releo(me?) este texto disque erótico.
Se trata de otra historia que el vulgar miedo del que hablas tal vez los rezos bicordes los cuadros sacros de otros días murmullos como bajo un bombardeo por la mirada del santo interrumpido: una serpiente se asomaba ¿Era eso? porque teorías de iluminados las detesto y veo en mi cuerpo un milagro tan indigno de respeto... No; la ignorancia es culpable de otras cosas, esta muerte magra es mía; si, lo he probado en tiempo y forma, en atajos y vías largas, sé del sabor y el tacto, conozco ese estallido; fiesta de bacterias donde habita lo divino, eso lo apruebo (eres hermosa) pero allá lejos de esta caricia que no entiendes quizá eso fue; quedarme con la imagen inútil y perfecta; o será sabiduría: saber que la recompensa castra al anhelo del goce por sí mismo; la esperanza es creer en lo imposible; menos que eso ...no te ofendas soy animal ajeno a este minuto te ofendiste; aunque en eso te equivocas entendería sin reparo si mi sino morder almohadas fuera, soplar nucas no es eso y no eres tú; no es mi fe de utilería no busco la tortura me eternice en el libro de los muertos más ilustres no es teoría de nada, no lo entiendo no quiero comprenderlo ni explicarlo ahora vete, me aguarda el precipicio de abstractos y torcidos pensamientos, de manos amputadas tu dinero está en la mesa ven mañana