Me despertó el recuerdo de un matemático llamado Oliverio, hace algunos años muerto, amigo común a otras personas, en su momento tan cercanas, que hoy me cuesta trabajo aún comprender que estén más lejos que él, estando vivas.
Simpatizaba con su ateísmo (a veces tan transido de fanatismo que hacía desconfiar) en una tierra donde se erigían bustos por mantener una familia y se mascullaban gracias por sentirse cigoto de nuevo; le agradezco noches enteras de paciencia, me asombran aún sus puntadas como la de cocinar arroz con leche con clavo a falta de canela y la de vivir, en gran medida, de la solidaridad de sus amigos para pasarse la noche calculando eclipses y números primos bebiendo leche y panes convenientemente adquiridos cuando el sanborns los rebaja a la mitad.
Presencié su estrategia para no ser echado por el nuevo dueño del departamento cuyo cuarto de servicio él ocupaba; me consta que le decía a cualquiera lo poco que valía (lo que requiere de valor más que de sabiduría) so amenaza de que un sólo golpe descoyuntara sus flacas extremidades.
Dejamos no de frecuentarnos, pero sí de mantener una relación tersa, luego de una discusión que no recuerdo.
De larga barba blanca y cuerpo sin adarga, alguna vez -me cuentan- le ofrecieron ser modelo de Gandalf, cuando el filme tolquiano se aprestaba a arrasar taquilla y conversaciones; él, por supuesto, pensó que era cábula, sólo para darse de topes luego haciendo cuentas de las cajetillas de delicados sin filtro que hubiera comprado con tan poco esfuerzo.
De su garganta escéptica, a veces, salían certeros los versos lorquianos.
Recuerdo a Oliverio y cierro esta reflexión con un textejo mío, a otro de esos hombres que me hacen ver un poco mi futuro ficticio, que es el único que tiene uno asegurado.
I. Deja pasar al señor
Don Cruz son siete letras como clavos que sellan la tumba del hombre que responde a ese nombre y en sus letras ha vivido clavado décadas antes de mis martilleos; porque han pasado tres de mirarlo asenderear los patios distintos –uno, aquél desaparecido de moho y piedra, el actual de ladrillos precozmente envejecidos–, y detenerse en la puerta, de brazos cruzados frente a la calle, sin que de sus ojos parezca enhebrarse el trajín que mira. La esquina, la cuadra, limitado a su andar en rectángulos como en un castillo circundado por mareas de lodo, sus brazos siempre, igual, en cruz.
Don Cruz son siete letras como clavos que sellan la tumba del hombre que responde a ese nombre y en sus letras ha vivido clavado décadas antes de mis martilleos; porque han pasado tres de mirarlo asenderear los patios distintos –uno, aquél desaparecido de moho y piedra, el actual de ladrillos precozmente envejecidos–, y detenerse en la puerta, de brazos cruzados frente a la calle, sin que de sus ojos parezca enhebrarse el trajín que mira. La esquina, la cuadra, limitado a su andar en rectángulos como en un castillo circundado por mareas de lodo, sus brazos siempre, igual, en cruz.
Digo clavos, porque fue para mí un muerto insepulto toda la vida, desde una infancia en que él era no más que un obstáculo móvil a evadir con el balón, luego una pubertad a la que no le merecía esa figura el pudor de esconder lo fumado ni arredrarme al embate de quién era ella; sólo cuando los años hicieron sepia mi entorno, plagado de rayos apenas, hallé trazos y contrastes donde percibía amasijos sin forma antes, entendí que esa permanencia era un hombre, y a pesar de su senectud inalterable, antes de yo haberlo descubierto arrastró más vida de la que yo tengo ahora, y estuvo desde siempre más que yo observado por esa muerte a la que le negaron el derecho de enamorársele e ir tras ella.
Hace poco, don Cruz dejó el silencio para un murmullo de maldiciones, se hizo notar dejando al aire su piel y negándose a ocultar las heces. Saberse en el fondo un ser potencialmente de la misma especie que el resto de nosotros, quienes apenas lo mirábamos –niños, ladrones, señoras y canarios– le sería hasta ese momento un estado transitorio, quién sabe; quizá por eso hubo de protestar. Alguien me contó su prehistoria de memoria borrada a descargas eléctricas.
Don Cruz ya no sale ahora; mis últimas visiones de él son las de un fantasma de siempre que envejeció de pronto y a quien tuve que mirar treinta años para poder escribir –clavar– su nombre –Cruz– en un papel –sudario–, a quien hoy, cuando ya he cabalgado por acantilados, he oído sirenas y un alástor se encuna en mi regazo pidiendo leche y confidencias, le reconozco un poco en el mirar un horizonte donde extravió a una amada, ya sin rostro en la memoria, y ese andar del cruzado que olvida la palabra Jerusalén en su extravío lento a Tierra Santa.
Imagen: La mujer y el pelele, de Ángel Zárraga
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