Sí; como baladista de los ochenta, reciclo los sencillos de mis elepés, con ciertas correcciones al vuelo, que de algo hay que vivir… ya qué.
Los árboles colgados de la tierra, abismo el celeste,
la visión de un réptil guiño el mundo zurdo del ser nuevo,
la guerra en calle cancha, las dudas de todos
hechas al fin tu vaina; de la humedad en mar y vulva
el horror irrenunciable. El fascinante fuego
y la crueldad, peaje cobrado a ojos perdidos.
El hormiguero, sus rizomas, sus inercias.
Lo que pasó y la bipolaridad actual —la que cayera
hecha pedazos luego, para un tiempo del gigante solo—
la revolución y su amnesia de murales, la rabia,
motines, puño en alto, himnajos, colores.
Primeras lagunas, montañas, extintos caballos del diablo,
un beso orquideante precoz, como el juego perpetuo
de matar del gato quieto, entrenamiento militar la otra saliva
mariposas, peces, iglesias y aviones;
amigos, amantes, paisajes, madrizas.
La soledad bajo una luna obesa, el vértigo ritual
de usar la máscara y la danza, la palabra
y el puñal hechos uno en adjetivos
cuando un nombre dicho a solas es conjuro
y llega la ventisca coral, nirvana de ciertos grillos,
cuando algo hace parir mansamente instantes vírgenes
Mientras me haya vaho, abran ya el toril:
voy sobre la madre del de las mallitas rosas.
(Porque estar enamorado de las eras
es sólo una variante de la hemerografía,
nomás que más que nunca renunciando)
D.R. (RSR)
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