sábado, 10 de abril de 2010

La deducción

Aunque había algunos reportes de inteligencia (inmolación de gatos, piromanía y exhibicionismo) que inducirían a prever un ataque, y se le daba seguimiento rutinario nivel C, fue la denuncia anónima el factor decisivo para detener el atentado. Los novatos de turno casi envían el parte al bote de las bromas, pero un promisorio mando medio decidió en segundos seguir los pasos del denunciado; hasta él mismo se sorprendió cuando, dos horas más tarde, le informaron que habían detenido a un torpe pistolero (por los lentes, el pie percutivo y la retahíla de cigarros parecía disfrazado de magnicida), quien esperaba el paso diario de la motocicleta de Jijinio, el momificado niño de la tele, para ultimarlo, al personaje, al actor y quizá a un difuso símbolo: indáguenlo becarios.

Claro que deseaba interrogarlo --dijo al radiocomunicador-- antes de que el fuero común nadificara al asaltante (como parte del control de daños, se manejó la versión de un robo a mano armada), aunque sólo era por curiosidad, pues bien sabía lo que el prisionero fue a decir, al cabo; eso le dio más satisfacción que el parco espaldarazo de su superior frente al resto de coyotes de su rango: "Intuición precisamos junto con los huevos, señores", y miradas agrias.

La entrevista duró apenas cinco minutos. Acordaron condiciones inusualmente favorables para el confeso, a cambio de que admitiera culpabilidad en dos cargos menores. Todos en paz.

En la noche, con el colega de confianza, el criminólogo confesó haber resuelto el caso porque se identificaba con el ya reo. "No hay ningún misterio: era venganza. Lo sé porque a mí también, un domingo sombrío, tras varios concursos, me cambiaron mi alud de juguetes por una sala de pliana".

Se despidieron temprano. Mañana sería un día difícil.

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