Hace algunas semanas, escribía versos espontáneos, pero no en papel, sino sobre la pantalla sensible de una agenda electrónica, mientras esperaba. Me había propuesto hacerlo de tal modo a fin de a) darle un uso más intensivo al artefacto, hasta ahora subutilizado, y b) para fomentar la disciplina de hacer cuanta nota fuera posible que pudiera serme útil posteriormente para ensayos, prosas y poemas.
La agenda tiene la ventaja de captar letra manuscrita y no sólo mecanográfica, por lo que es más fácil que hacer notas sobre papel en situaciones incómodas, por ejemplo en el transporte público, además de que recompone mi mala letra, con lo que salva apuntes apresurados que, haciéndolos con bolígrafo o lápiz romo, luego --en colusión con la mala memoria-- se vuelven ilegibles. Otra ventaja del artilugio es la grabadora de sonidos, lo que permitiría captar con mayor celeridad y comodidad (sólo se precisa una mano) notas fonográficas, pero ello implica decir en voz alta "desarrollar el párrafo donde K quiere asesinar a sus vecinos" o "menos pathos y más epoché al poema del surfista cósmico", lo cual puede ser vergonzoso, impertinente o incluso pedante para el eventual e involuntario público.
Días después, antes de dormir recordé algunas frases de esos versos, ciertas relaciones rítmicas, atisbé un hueco entre la línea de golpeo y abrí la agenda para continuar con mi labor; durante cerca de una hora escribí con fluidez y emocionado por los resultados inmediatos, emoción típica de quien no ha puesto tiempo de por medio entre la escritura de primera mano y la temible corrección, fase donde se da para atrás a versos ingenuos con los que se esperaba haber llegado a un pináculo que luego resulta un peñasco que obstruye y amenaza la coherencia de la totalidad.
Me levanté para tomar un respiro, el tiempo suficiente para que la pantalla de la agenda suspendiera el funcionamiento y, al volver para continuar con ese impulso creador... Las correcciones habían desaparecido.
Rabia, impotencia, notas febriles tratando de recapturar el sentido de lo escrito e irremediablemente perdido, ante mis propias narices, como quien dejó caer un cigarro sin querer sobre un bien preciado. Aunque el resultado no fue convincente, bastante se alcanzó a rescatar.
Antes tales accidentes, no queda más que la metafísica: "Por algo sucedió. Piénsalo".
No es la primera vez que tengo un accidente por el estilo. Hace varios años, en la primera computadora que tuve recién había terminado el borrador de una novela, mismo que desapareció en problema de configuración gracias a un juego infaustamente instalado. Despotriqué contra mi mala suerte, pero, independientemente del accidente no imputable a mí voluntad, la culpa terminaba por ser mía a causa de no tener el hábito de respaldar (por eso ahora los Ctrl + G son casi un tic a cada ciertos golpes del teclado). Fueron fútiles los intentos de ingenieros y programadores: mi obra no pudo rescatarse.
La amargura duró varios meses, dando paso a la resignación. Hasta que una tarde, revisando reprobatoriamente algunos borradores parciales que conservaba impresos, concluí que había sido mejor que el borrador se perdiera en los meandros cibernéticos. No valía la pena; era un texto enfermo de nacimiento y si algo valía la pena era, al cabo, el esqueleto, mismo que aún (¡por fortuna!) conservo en mi mente.
Pero así como el paso del tiempo te puede llevar del rencor al perdón o de la ingenuidad a los resentimientos epifánicos de un ayer indefenso, y gracias al reciente suceso de pérdida de datos, me pregunto si esa novela que jamás rehice no tendría valores que hoy podría aprovechar. Mas ya no hay vuelta al lamento ni al reproche (uno victimiza, el otro imputa, Ricoeur dixit), sino a una decente pena que me dibuja una mueca sardónica en la jeta de mi alma.
Si pienso, como hasta ahora lo he hecho, que sólo vale la pena perseverar en una obra con posibilidades de trascender lo meramente anecdótico, esas pérdidas no pueden sino ser señal de que la eugenesia que al autor le es dado aplicar a sus textos también se enviste de azar. Si, como ha devenido mi opinión, es preciso ser más tolerante con lo que uno escribe, aquella novela habría sido una ópera prima que me hubiera, quizá, abierto puertas.
Es cierto que nunca he sido bueno para dejar puertas abiertas --yo, pirómano de naves--, y que mi autocensura canónica raya en la extrema parquedad; pero tampoco creo que sea decente, como algún mercenario que conocí en las aulas, pretender publicar cualquier flato, amparado por la simbiosis remorosa con un autor de renombre y medios.
Una arqueóloga me aseguró alguna vez que en el futuro sería posible recuperar todos esos textos, aparentemente perdidos y que esa arqueología del porvenir sería capaz de realizar ediciones críticas a un punto hasta ahora no imaginable, de sacar a balcón aquello que los autores trataron de censurarse con un furioso Delete, de rescatar obras maestras perdidas entre los fierros prodigiosos, entre los bites y los bytes.
¿Qué perversa vanidad puede llevarte a la angustia por lo que se descubra en tu vieja computadora cuando ya seamos polvo, si acaso? Por otro lado, ¿qué caso tiene crear ficción literaria sin una mínima aspiración de trascender, así sea una modesta impronta, tras lo inevitable? ¿Qué caso escribir únicamente para ver el nombrediuno en un mediano suplemento? ¿Acumular novelitas como coitos fracasados? ¿Persistir en prosas o versos que resultan caricaturas de los anteriores de su mismo creador? ¿Quedarse vistiendo santos junto al panteón literario de su tiempo?
Todo ello me recuerda un propósito que me hice cuando comencé a escribir y que no siempre he cumplido: disfrútalo.
Como dice el clásico: The winding, my blow, is answering the friend
Ilustración. De Rosa Elena González.