La verdad del sueño se compone de tres factores: noche de autopista, ebriedad y voluntad de largarse. Esta vez no hay vértigo, dermis inhaladora de velocidad en curva; no hay persecución tampoco. Huir es ir llegando. Apenas un deslizarse para dejar pasar al loco, o para rebasar al zombi. Caracolitos, dicen los traileros a los autos.
Llegar es huir de otra manera. Ahora hay que ir a pie, perderse entre la gente y abrevar algo de su acento, no para imitarlo, sino para amasar un sincretismo que te indetermine. Tu rostro será un majestuoso indigente, tu nombre Desarraigo.
Las voces, las miradas, los corpúsculos acechan tu anonimato y te curan la cruda. Es entonces cuando aparecen los insólitos: el compañero que habías olvidado, los paisajes que sin parecer son de aquellos. Entonces entra la digresión: el auto era robado, no sabes dónde lo estacionaste. Tu enemigo te tiende la mano. Robaste el auto no de donde te fuiste, sino de adonde llegaste: desear irse te condujo a otro lado y el trayecto alergia, alucinación, ataraxia transitiva.
El auto fue hallado y el extranjero otorga su perdón por ello, pero exige de vuelta sus esencias, acaso más valiosas que el vehículo. Imposible: las devoró el olvido. Tu enemigo aboga por ti y acuerdan plazos y formas de pago. Se respira paz hostil. Eres un niño: lo prueba la textura de cuanto miras.
Las minucias relatosas te intoleran y enciendes la música. Violines arrugados, guitarras hieráticas y la voz de Pedro Infante. El aire se distensa. La canción y la voz vuelven cómplices a inconformes, acusados, árbitros y testigos.
"No lo vuelvas a hacer" te dicen al salir, y sonríes como quien sabe que su condena comienza mañana.
Algo brota de tu vientre, estorba tu andar. Son las esencias en frascos elegantes y diminutos, óleas, coloridas, líquidos botines. Ya chingamos.
Video. Mío. Entre Alvarado y Tlacotalpan.
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