Sabía de umbrales, nadie lo niega, por eso se dio cuenta de la ironía: se detuvo y sonrío para hacérnoslo saber. Luego se le encenizó la cara, abrió la puerta y entró con felinez a firmar su muerte. Salud por los umbrales.
Me precio de haberlo conocido más de entre los conjurados (ni son... ni están...) y, barbechando para crónicas posteriores, afirmo que tras el gesto sardónico que la vida le ofrecía como un escote, el ensombreciento se debió a que, detrás de la ocurrencia, yacía el lugar común del que había huido toda su vida entre espejos, sexos, ojos, puertas, bocas y precipicios.
Estoy impelido, ahora que cuento con su atención, a delatar aquella su broma de los últimos días, cuando, al teléfono y tras dejarte hablar un poco interrumpía: "Agapo, moriste en la epidemia, acéptalo ya, déjanos vivir la vida. Pondré una veladora por ti como hacen las viejitas" y colgaba. Siempre hubo que llamarle un par de veces. También así fue cuando lo cité a la bodega.
Ahora, embozado del umbral envenenado como de sandía, me abstengo de preguntar ¿quién está muerto ahora?; lo dejo para tu contestadora. Salud por los brindis.
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