Mi personaje es un médico que escucha béisbol por la tarde.
Llegó al Puerto de Veracruz en 1939, procedente de un puerto francés, a bordo del buque Sinaia, junto con otros más de 1600 refugiados españoles.
Al llegar era un expatriado bisoño sin más que sueños rotos. Al irse, dejó una familia y un amor por dos patrias: la perdida y la ganada, ambas propias.
La anécdota de la llegada a puerto, ni qué decir de la guerra civil, son historias apasionantes, dignas de mayor esmero y espacio: dígase lo mismo de todos las intrahistorias de los desterrados por las guerras en toda era.
Mi comentario es más modesto: habla de él, un español de veintialgo, jodiéndose la vista en el microscopio auscultando tejidos, quien escucha la radio mientras tanto: hábil, leal amante que sabe cuándo dejarte solo sin dejarte solo; de las noticas a la música, de los comerciales a las notas de último minuto.
(La radio: justamente, ahora escucho
http://www.idearock101.com/rock101.html, estación que en los ochenta era nosotros los chilangos amantes del rock. Ni en los terremotos te abandona, la radio...)
Pero no es sobre mí, lo lamento: es sobre un joven médico sin patria asible más que el trabajo, para quien su amante, la radio, descuidó una tarde de horas extra a los nuevos valores de la música para iniciar un partido de béisbol en séntida crónica, como conflagro diría alguien y se le hiciera curioso a nuestro héroe. ¿Mohínes de amantes pensaría? Lo ignoro, tampoco tengo el año preciso en que al valenciano le embelesaron frases como "gracias al error del guardabosques central, la potencial de la victoria se colocó en la antesala" o la mineral "el diamante está caliente": lo cierto es que pronto la narración de las acciones deportivas en el viejo Parque Delta, junto al Río Piedad, dejó de ser la interrupción de lo apacible, para convertirse en lo deseado y el misterio. Y todo médico y todo poeta saben que sin misterio no hay ná.
Dejo de lado un par de libros sobre béisbol en México, que habrían sido útiles para darme una pátina de conocedor que no me queda; además, ¿pá qué si basta con esbozar la mirada extática, apartada del microcosmos por unos segundos, del patólogo que percibía poesía, épica y novela negra en muchos de esos encuentros, en lo cual había que tomar en cuenta lo mismo la materia en sí tanto como el estilo de quien comunicaba al público la emoción de un juego de pelota?
Años después de enviciarse en privado por esa narrativa de una voz en vivo, nuestro médico --ya un hombre establecido y respetable en el país ajeno al que hizo propio-- visitó por primera vez el parque del Seguro Social para ver un clásico. Experiencia desconcertante contrastrar lo que imaginaba contra lo que el juego le ofrecía. No decepción, el juego terminó por gustarle, pero armonizar lo que su audición había construido y lo que su mirada cotejaba le proveyó el asombro, sospecho que tanto o más como una novísima metástasis.
Eso también lo escuché este año en un juego de béisbol, me lo contó mi amiga Ceci, nieta del hombre al que mi personaje remeda. De paso, me hace pensar en Alfonso Lanzagorta, joven y colorido cronista de pelota caliente, prematuramente retirado de la crónica deportiva, tradición de la que es parte y que ha hecho feliz a varias generaciones, por lo cual no puede ser sino un noble mester (aunque sólo cuando está bien hecho).
Tomé la foto del partido, luego de amago de bronca masiva tras un pelotazo intencional que, por fortuna, no encontro cráneo antes de impactar en panel detrás de home.
Hoy ganaron los Diablos. 3-3 la serie, mañana (quesoy, según reloj) estaremos ahí para apoyar con todo nuestra a nuestro equipo en el rey de los deportes.